Después de varios días charlando decidimos quedar a cenar. Como no se me da mal cocinar, quedamos en mi casa y preparé un menú especial para los dos. Unas tostaditas de salmón ahumado, espárragos, unos voulavent de marisco y unas minitostaditas de huevas de lumpo. De segundo plato preparé unas doradas a la espalda con una salsa de gambas y cayena. De postre había preparado un bizcocho de tres chocolates con naranja.
Acondicioné el salón, decoré la mesa, puse un disco de música suave, luz ambiente y unas velas que iluminaban el salón con su tintineo especial.
Cuando llamaste casi estaba todo preparado, así que te ofrecí una copa de vino blanco, fresco, un verdejo de Ribera del Duero. Llegaste espectacularmente guapa, con una chaqueta torera, blusa de seda, blanca, con un bonito escote que insinuaba tus encantos y una falda negra, con medias y zapatos de tacón. Yo llevaba una camisa, sin corbata, con americana y un pantalón recto, con unos mocasines castellanos.
La cena transcurrió charlando, riendo, con miradas cómplices, mientras degustábamos las viandas. Después del postre nos sentamos en el enorme sofá que preside el salón, a tomar una copita de cava.
Sin saber muy bien cómo terminamos uno frente al otro, riendo, y nuestras miradas se cruzaron. Nos miramos a los ojos y lentamente fuimos desviando la vista hacia nuestros labios, mientras nuestros rostros se acercaban, hasta que un escalofrío recorrió mi columna al sentir tu boca sobre la mía.
Los primeros besos fueron tímidos, roces discretos de nuestros labios, pequeños boqueos expectantes a la respuesta del otro. Poco a poco nuestras lenguas fueron asomando hasta quedar entrelazadas en una excitante lucha, a la vez que nos fundíamos en un intenso abrazo. Los besos se hicieron más intensos y apasionados mientras nuestros cuerpos iban aproximándose más todavía.
Nuestras manos, todavía prudentes, comenzaron a obedecer los deseos de nuestras mentes, y sentí tus dedos desabotonando lentamente mi camisa, de arriba hacia abajo, hasta que llegaron a la hebilla de mi pantalón. La soltaste, desabrochaste el botón y deslizaste la cremallera hasta abrirla completamente. Cogiste la camisa y tiraste de ella hasta que la sacaste, terminando de desabotonarla por completo, dejando mi torso desnudo a tu alcance. Posaste tus manos en mi pecho y las deslizaste bajo la camisa hasta llegar a mis hombros y hábilmente la ahuecaste dejándola caer por mi espalda, quedando desde ese momento desnudo para ti de cintura para arriba.
Mis manos acariciaban tu cintura y fueron bajando por tus muslos hasta adentrarse bajo tu falda. La suavidad de tus medias facilitó que una mano se deslizase, desde tu rodilla hasta tu muslo, sin ninguna dificultad, hasta llegar al encaje del elástico que la ceñía a tu pierna. Estiré mis dedos y alcancé tu piel desnuda, apenas a unos centímetros de tus ingles, seguí explorando y, al rozar tu prenda interior en el lateral de tu entrepierna, un gemido ahogado salió de tu garganta, mientras estirabas tu cuerpo como una gatita en celo.
Tu boca devoraba la mía con ansia, a la vez que tus manos descendían por mis costados hasta adentrarse bajo la cinturilla de mi pantalón. Rocé intencionadamente tu sexo con la punta de mis dedos y separaste tus muslos todo lo que la falda te permitía, ofreciéndome tu paraíso.
Salí de tu falda y busqué tus caderas, donde posé mis manos, y comencé a ascender por tus costados hasta llegar a las redondeces de tus senos. Los acuné con descaro, apretándolos y soltándolos cariñosamente, como amasándolos y, a pesar de tu sostén, los pezones comenzaron a marcarse. Desabotoné tu blusa, mientras tus manos comenzaban a buscar dentro mi pantalón esa notoria rigidez en la que se había convertido mi masculinidad. Cuando tuve tu blusa abierta no pude evitar separarte un instante para contemplar tu precioso cuerpo. Mi boca se fue a tus labios, y comencé a recorrer tu rostro, tu cuello, tus hombros, tu escote, mientras mis manos torpemente soltaban el cierre de tu sujetador. Pasé mis manos bajo él, por tu espalda, recorriendo la piel que cubría hasta llegar a la suavidad algodonosa de tus senos. Los cubrí con mis manos, apreté suavemente tus tetas, y dejé paso a mis labios para que las besaran cariñosamente.
Nuestros corazones latían desbocados y nuestra excitación era más que evidente. Nos miramos a los ojos y sonreímos. Alcanzamos las copas de cava y sin articular palabra, brindamos con la mirada y le dimos un largo sorbo al burbujeante líquido. Necesitábamos tomar aliento para comenzar la batalla carnal que se intuía iba a ser intensa.
Tras dos o tres refrescantes sorbos te recostaste sobre el sofá. Bajé la cremallera de tu falda y mientras tú elevabas tus nalgas yo la deslizaba por tus piernas hasta sacarla por completo. Quedaste solamente vestida con tus medias y tu tanga… -eres bellísima, te dije mientras te contemplaba. Me abalancé sobre ti, quedando a escasos centímetros de tu cuerpo, y te besé apasionadamente. Mis labios se zafaron de los tuyos para iniciar una especial singladura. Recalé en tu cuello, que mordisqueé mientras dejabas caer tu cabeza hacia atrás. Recorrí tus hombros, tus clavículas, tu escote, rozando tus senos con mi rostro, tu abdomen. Apoyé mis labios bajo la copa de tus senos y, asomando mi lengua, la arrastré por tu suave piel hacia arriba, hasta llegar a tus pezones. Los circulitos que mi lengua dibujaba sobre tus areolas provocaron que tus pezones se endureciesen, que tus areolas se pusieran rugositas, momento en el que, formando un círculo con mis labios, los succioné suavemente, hasta tenerlos prisioneros en mi boca.
Tus manos entrelazadas en mi cabello tiraban de él, mientras tu respiración volvía a agitarse. Continué mi recorrido por el piélago de tu cuerpo. Caí en tu ombligo, que besé con dulzura, al tiempo que seguía descendiendo hasta toparme con tu tanguita. Continué por el camino que me marcaba tu prenda hasta alcanzar tu cadera y, desde allí, continuar por tu pierna, tu rodilla, tu tobillo, tu pie, deleitándome en él mientras mis manos alcanzaban tu media y comenzaban a deslizarla por tu pierna, hasta dejarla desnuda para mí. Besé tus dedos, recorriendo con mi lengua los espacios entre ellos hasta llegar a tu dedo meñique. Lo succioné y, parsimoniosamente, continué dedo tras dedo, sorbiéndolos, saboreándolos, hasta llegar a tu dedo pulgar, que introduje en mi boca de un solo golpe, y en el que me recreé sin prisa. Volví a tu tobillo, tu gemelo, tu rodilla y, apoyando mi lengua sobre la cara interna de tu muslo, la deslicé hasta llegar a tu ingle. Recorrí tu tanguita rozando con mi nariz tu entrepierna mientras desde tus caderas tiraba de tu prenda para tenerte completamente desnuda ante mí.
Apoyé mi nariz en tu pubis e inspiré profundamente. Lo besé. Busqué tu ingle con mi lengua y comencé a descender por ella hasta llegar a tu perineo y volver a ascender por tu otra pierna regresando al punto de partida. Hice esa travesía en varias ocasiones, aproximando mi lengua cada vuelta un poquito más a tu vulva, que se contraía inquieta, deseosa de ser alcanzada definitivamente. En una de esas vueltas y con mi lengua en tu perineo, la tensé alargándola hacia ti y, desde allí, la deslicé por tu rajita ascendiendo lentamente, mientras tus labios vaginales se abrían como pétalos de una flor en primavera, hasta llegar a tu clítoris. Lo circunscribí varias veces, lamiendo sus pliegues, su capuchoncito protector, del que poco a poco comenzaba a asomar, y volví a deslizarme hacia el sur, repitiendo el paseo tres veces más, pero en esta ocasión no me detuve al alcanzar el vértice más oculto de tu rajita, sino que continué hasta alcanzar tu culito. Al sentir mi lengua sobre tu ano arqueaste tus caderas elevando tus nalgas, gemiste y tus manos, con las que te acariciabas el abdomen, las llevaste hasta tus pechos. Humedecí tu íntimo agujerito haciendo circulitos sobre él, rozándolo, presionándolo con la suavidad de mi lengua y comencé a subir entre tu vulva. Al llegar a la entrada del túnel de placer que converge entre tus muslos, tensé mi lengua y te penetré con ella, hasta que mi rostro quedó pegado a tu sexo. Comencé a mover mi lengua en círculos dentro de ti, recorriendo todas tus paredes vaginales, mientras tus muslos me aprisionaban la cabeza. Alcancé tu clítoris, ya erguido, dominante, y lo succioné, mordisqueándolo después muy suavemente.
Sentía mi sexo latir bajo mi boxer y, tirando de mi cabello de nuevo llevaste mi rostro frente al tuyo. Me besaste probando el sabor de tu sexo en mi boca. Te incorporaste y, empujándome provocadoramente en el pecho, me tumbaste en el sofá. Sentía una excitación mayúscula, y el contemplarte jugando conmigo la aumentaba más todavía.
Sin ninguna contemplación me sacaste los pantalones, quedando ante ti con el bóxer, en el que se marcaba mi miembro erecto, mis testículos hinchados por la excitación y unas gotitas de mi esencia que los habían mojado por mi estado.
Te pusiste sobre mí, a horcajadas, y me besaste cariñosamente, mientras tus pezones rozaban mi pecho. Comenzaste a bajar por mi cuello, mi pecho, hasta que buscaste con tu boca mis pezones, que estaban marcados, hasta casi dolerme por la tensión contraída. Los mordiste y provocaste en mí mil y una sensaciones, hasta casi sentir que me no soportaría durante mucho tiempo más tanta excitación.
Bajaste a mi abdomen y, provocadoramente, mordisqueaste mi pene a través del bóxer. Sentía como latía entre tus mordisquistos, me sentía perder la conciencia de tanto placer.
Bajaste mi prenda y mi verga saltó como si tuviera un resorte, ya sin ninguna opresión. Sentí el aire fresco recorrer mis testículos, que se contraían y dilataban alternativamente. Sin tocarme con las manos, pusiste tus labios sobre mi glande, hinchado, terso, casi violáceo por la rigidez adquirida y comenzaste a lamerlo. Sentía tu húmedo aliento sobre mi verga y me contraía de placer, sintiéndome el hombre más dichoso del mundo por ser en esos momentos tu juguete más perverso.
En un instante, y hábilmente, me sentí preso de tu boca, que me succionaba, mientras sentía el roce de tus pechos entre mis caderas y mi abdomen. Te rogué que pararas, no quería finalizar todavía. Soltaste tu presa mojada por tu saliva y buscaste mis testículos, que comenzaste a lamer, tirando de ellos hacia arriba con tu mano, hasta llegar a succionar uno con tu boca, momento en que no pude evitar gemir del inmenso gozo que sentía, a la vez que mis piernas se abrían para ti.
Me sentiste preparado y subiste hacia mí, arrastrando tu cuerpo sobre el mío. Nos besamos, mientras movías tu cintura buscando mi sexo con tu pubis. Comenzaste a frotarte sobre mí y sin necesidad de ninguna ayuda comencé a entrar en ti. Te movías despacio, dejando caer tu cuerpo sobre el mío muy lentamente, mientras estirabas tus brazos hacia el cielo. Comencé a acariciar tu abdomen, tus pechos, pinzando tus pezones, para después de tirar de ellos y sentirlos duritos, soltarlos permitiendo que regresaran a su sitio, bajé una mano buscando tu sexo. Cuando estuviste completamente sentada sobre mí comenzaste a describir unos círculos, buscando el acoplamiento perfecto, mientras con un dedito comenzaba a masturbar tu clítoris.
Sentimos nuestros corazones salirse de nuestro pecho. Comenzaste a cabalgarme sin pasión, rítmicamente. Tus flujos comenzaron a resbalar por mis testículos impregnándolos de tu esencia. –No pares ahora, mi amor, sigue así, fóllame duro. Mis palabras provocaron que tus acometidas aumentaran, en ritmo, en intensidad. Subías y te dejabas caer con violencia sobre mi polla, aplastando mis huevos con tu culo. Sentía que iba a estallar de un momento a otro pero parecía importarte poco. Aumenté el ritmo de mis caricias a tu clítoris y comenzamos a acompasarnos. Unimos ritmo al respirar, al jadear, cuando caías elevaba mis caderas para entrar más adentro de ti. Sonaba un chapoteo infernal en cada embestida fruto de los fluidos aportados en este envite que nos excitaba cada vez más. Tensaste tus muslos, arqueaste tu espalda, comenzaste a agitarte, casi convulsionaste mientras jadeabas como un animal en celo. Alargaste tu mano entre mis muslos y alcanzaste mis huevos. Los apretaste fuertemente mientras te retorcías de placer pidiéndome tu recompensa que llegó simultáneamente inundando tu interior con mi lechosa y viscosa esencia.
Caíste sobre mí, derrotada, recostando tu cabeza en mi pecho. Te abracé y sentimos nuestros corazones latiendo al unísono. Nos besamos y sin darnos cuenta, nos quedamos traspuestos después de tan lujuriosa batalla.
Acondicioné el salón, decoré la mesa, puse un disco de música suave, luz ambiente y unas velas que iluminaban el salón con su tintineo especial.
Cuando llamaste casi estaba todo preparado, así que te ofrecí una copa de vino blanco, fresco, un verdejo de Ribera del Duero. Llegaste espectacularmente guapa, con una chaqueta torera, blusa de seda, blanca, con un bonito escote que insinuaba tus encantos y una falda negra, con medias y zapatos de tacón. Yo llevaba una camisa, sin corbata, con americana y un pantalón recto, con unos mocasines castellanos.
La cena transcurrió charlando, riendo, con miradas cómplices, mientras degustábamos las viandas. Después del postre nos sentamos en el enorme sofá que preside el salón, a tomar una copita de cava.
Sin saber muy bien cómo terminamos uno frente al otro, riendo, y nuestras miradas se cruzaron. Nos miramos a los ojos y lentamente fuimos desviando la vista hacia nuestros labios, mientras nuestros rostros se acercaban, hasta que un escalofrío recorrió mi columna al sentir tu boca sobre la mía.
Los primeros besos fueron tímidos, roces discretos de nuestros labios, pequeños boqueos expectantes a la respuesta del otro. Poco a poco nuestras lenguas fueron asomando hasta quedar entrelazadas en una excitante lucha, a la vez que nos fundíamos en un intenso abrazo. Los besos se hicieron más intensos y apasionados mientras nuestros cuerpos iban aproximándose más todavía.
Nuestras manos, todavía prudentes, comenzaron a obedecer los deseos de nuestras mentes, y sentí tus dedos desabotonando lentamente mi camisa, de arriba hacia abajo, hasta que llegaron a la hebilla de mi pantalón. La soltaste, desabrochaste el botón y deslizaste la cremallera hasta abrirla completamente. Cogiste la camisa y tiraste de ella hasta que la sacaste, terminando de desabotonarla por completo, dejando mi torso desnudo a tu alcance. Posaste tus manos en mi pecho y las deslizaste bajo la camisa hasta llegar a mis hombros y hábilmente la ahuecaste dejándola caer por mi espalda, quedando desde ese momento desnudo para ti de cintura para arriba.
Mis manos acariciaban tu cintura y fueron bajando por tus muslos hasta adentrarse bajo tu falda. La suavidad de tus medias facilitó que una mano se deslizase, desde tu rodilla hasta tu muslo, sin ninguna dificultad, hasta llegar al encaje del elástico que la ceñía a tu pierna. Estiré mis dedos y alcancé tu piel desnuda, apenas a unos centímetros de tus ingles, seguí explorando y, al rozar tu prenda interior en el lateral de tu entrepierna, un gemido ahogado salió de tu garganta, mientras estirabas tu cuerpo como una gatita en celo.
Tu boca devoraba la mía con ansia, a la vez que tus manos descendían por mis costados hasta adentrarse bajo la cinturilla de mi pantalón. Rocé intencionadamente tu sexo con la punta de mis dedos y separaste tus muslos todo lo que la falda te permitía, ofreciéndome tu paraíso.
Salí de tu falda y busqué tus caderas, donde posé mis manos, y comencé a ascender por tus costados hasta llegar a las redondeces de tus senos. Los acuné con descaro, apretándolos y soltándolos cariñosamente, como amasándolos y, a pesar de tu sostén, los pezones comenzaron a marcarse. Desabotoné tu blusa, mientras tus manos comenzaban a buscar dentro mi pantalón esa notoria rigidez en la que se había convertido mi masculinidad. Cuando tuve tu blusa abierta no pude evitar separarte un instante para contemplar tu precioso cuerpo. Mi boca se fue a tus labios, y comencé a recorrer tu rostro, tu cuello, tus hombros, tu escote, mientras mis manos torpemente soltaban el cierre de tu sujetador. Pasé mis manos bajo él, por tu espalda, recorriendo la piel que cubría hasta llegar a la suavidad algodonosa de tus senos. Los cubrí con mis manos, apreté suavemente tus tetas, y dejé paso a mis labios para que las besaran cariñosamente.
Nuestros corazones latían desbocados y nuestra excitación era más que evidente. Nos miramos a los ojos y sonreímos. Alcanzamos las copas de cava y sin articular palabra, brindamos con la mirada y le dimos un largo sorbo al burbujeante líquido. Necesitábamos tomar aliento para comenzar la batalla carnal que se intuía iba a ser intensa.
Tras dos o tres refrescantes sorbos te recostaste sobre el sofá. Bajé la cremallera de tu falda y mientras tú elevabas tus nalgas yo la deslizaba por tus piernas hasta sacarla por completo. Quedaste solamente vestida con tus medias y tu tanga… -eres bellísima, te dije mientras te contemplaba. Me abalancé sobre ti, quedando a escasos centímetros de tu cuerpo, y te besé apasionadamente. Mis labios se zafaron de los tuyos para iniciar una especial singladura. Recalé en tu cuello, que mordisqueé mientras dejabas caer tu cabeza hacia atrás. Recorrí tus hombros, tus clavículas, tu escote, rozando tus senos con mi rostro, tu abdomen. Apoyé mis labios bajo la copa de tus senos y, asomando mi lengua, la arrastré por tu suave piel hacia arriba, hasta llegar a tus pezones. Los circulitos que mi lengua dibujaba sobre tus areolas provocaron que tus pezones se endureciesen, que tus areolas se pusieran rugositas, momento en el que, formando un círculo con mis labios, los succioné suavemente, hasta tenerlos prisioneros en mi boca.
Tus manos entrelazadas en mi cabello tiraban de él, mientras tu respiración volvía a agitarse. Continué mi recorrido por el piélago de tu cuerpo. Caí en tu ombligo, que besé con dulzura, al tiempo que seguía descendiendo hasta toparme con tu tanguita. Continué por el camino que me marcaba tu prenda hasta alcanzar tu cadera y, desde allí, continuar por tu pierna, tu rodilla, tu tobillo, tu pie, deleitándome en él mientras mis manos alcanzaban tu media y comenzaban a deslizarla por tu pierna, hasta dejarla desnuda para mí. Besé tus dedos, recorriendo con mi lengua los espacios entre ellos hasta llegar a tu dedo meñique. Lo succioné y, parsimoniosamente, continué dedo tras dedo, sorbiéndolos, saboreándolos, hasta llegar a tu dedo pulgar, que introduje en mi boca de un solo golpe, y en el que me recreé sin prisa. Volví a tu tobillo, tu gemelo, tu rodilla y, apoyando mi lengua sobre la cara interna de tu muslo, la deslicé hasta llegar a tu ingle. Recorrí tu tanguita rozando con mi nariz tu entrepierna mientras desde tus caderas tiraba de tu prenda para tenerte completamente desnuda ante mí.
Apoyé mi nariz en tu pubis e inspiré profundamente. Lo besé. Busqué tu ingle con mi lengua y comencé a descender por ella hasta llegar a tu perineo y volver a ascender por tu otra pierna regresando al punto de partida. Hice esa travesía en varias ocasiones, aproximando mi lengua cada vuelta un poquito más a tu vulva, que se contraía inquieta, deseosa de ser alcanzada definitivamente. En una de esas vueltas y con mi lengua en tu perineo, la tensé alargándola hacia ti y, desde allí, la deslicé por tu rajita ascendiendo lentamente, mientras tus labios vaginales se abrían como pétalos de una flor en primavera, hasta llegar a tu clítoris. Lo circunscribí varias veces, lamiendo sus pliegues, su capuchoncito protector, del que poco a poco comenzaba a asomar, y volví a deslizarme hacia el sur, repitiendo el paseo tres veces más, pero en esta ocasión no me detuve al alcanzar el vértice más oculto de tu rajita, sino que continué hasta alcanzar tu culito. Al sentir mi lengua sobre tu ano arqueaste tus caderas elevando tus nalgas, gemiste y tus manos, con las que te acariciabas el abdomen, las llevaste hasta tus pechos. Humedecí tu íntimo agujerito haciendo circulitos sobre él, rozándolo, presionándolo con la suavidad de mi lengua y comencé a subir entre tu vulva. Al llegar a la entrada del túnel de placer que converge entre tus muslos, tensé mi lengua y te penetré con ella, hasta que mi rostro quedó pegado a tu sexo. Comencé a mover mi lengua en círculos dentro de ti, recorriendo todas tus paredes vaginales, mientras tus muslos me aprisionaban la cabeza. Alcancé tu clítoris, ya erguido, dominante, y lo succioné, mordisqueándolo después muy suavemente.
Sentía mi sexo latir bajo mi boxer y, tirando de mi cabello de nuevo llevaste mi rostro frente al tuyo. Me besaste probando el sabor de tu sexo en mi boca. Te incorporaste y, empujándome provocadoramente en el pecho, me tumbaste en el sofá. Sentía una excitación mayúscula, y el contemplarte jugando conmigo la aumentaba más todavía.
Sin ninguna contemplación me sacaste los pantalones, quedando ante ti con el bóxer, en el que se marcaba mi miembro erecto, mis testículos hinchados por la excitación y unas gotitas de mi esencia que los habían mojado por mi estado.
Te pusiste sobre mí, a horcajadas, y me besaste cariñosamente, mientras tus pezones rozaban mi pecho. Comenzaste a bajar por mi cuello, mi pecho, hasta que buscaste con tu boca mis pezones, que estaban marcados, hasta casi dolerme por la tensión contraída. Los mordiste y provocaste en mí mil y una sensaciones, hasta casi sentir que me no soportaría durante mucho tiempo más tanta excitación.
Bajaste a mi abdomen y, provocadoramente, mordisqueaste mi pene a través del bóxer. Sentía como latía entre tus mordisquistos, me sentía perder la conciencia de tanto placer.
Bajaste mi prenda y mi verga saltó como si tuviera un resorte, ya sin ninguna opresión. Sentí el aire fresco recorrer mis testículos, que se contraían y dilataban alternativamente. Sin tocarme con las manos, pusiste tus labios sobre mi glande, hinchado, terso, casi violáceo por la rigidez adquirida y comenzaste a lamerlo. Sentía tu húmedo aliento sobre mi verga y me contraía de placer, sintiéndome el hombre más dichoso del mundo por ser en esos momentos tu juguete más perverso.
En un instante, y hábilmente, me sentí preso de tu boca, que me succionaba, mientras sentía el roce de tus pechos entre mis caderas y mi abdomen. Te rogué que pararas, no quería finalizar todavía. Soltaste tu presa mojada por tu saliva y buscaste mis testículos, que comenzaste a lamer, tirando de ellos hacia arriba con tu mano, hasta llegar a succionar uno con tu boca, momento en que no pude evitar gemir del inmenso gozo que sentía, a la vez que mis piernas se abrían para ti.
Me sentiste preparado y subiste hacia mí, arrastrando tu cuerpo sobre el mío. Nos besamos, mientras movías tu cintura buscando mi sexo con tu pubis. Comenzaste a frotarte sobre mí y sin necesidad de ninguna ayuda comencé a entrar en ti. Te movías despacio, dejando caer tu cuerpo sobre el mío muy lentamente, mientras estirabas tus brazos hacia el cielo. Comencé a acariciar tu abdomen, tus pechos, pinzando tus pezones, para después de tirar de ellos y sentirlos duritos, soltarlos permitiendo que regresaran a su sitio, bajé una mano buscando tu sexo. Cuando estuviste completamente sentada sobre mí comenzaste a describir unos círculos, buscando el acoplamiento perfecto, mientras con un dedito comenzaba a masturbar tu clítoris.
Sentimos nuestros corazones salirse de nuestro pecho. Comenzaste a cabalgarme sin pasión, rítmicamente. Tus flujos comenzaron a resbalar por mis testículos impregnándolos de tu esencia. –No pares ahora, mi amor, sigue así, fóllame duro. Mis palabras provocaron que tus acometidas aumentaran, en ritmo, en intensidad. Subías y te dejabas caer con violencia sobre mi polla, aplastando mis huevos con tu culo. Sentía que iba a estallar de un momento a otro pero parecía importarte poco. Aumenté el ritmo de mis caricias a tu clítoris y comenzamos a acompasarnos. Unimos ritmo al respirar, al jadear, cuando caías elevaba mis caderas para entrar más adentro de ti. Sonaba un chapoteo infernal en cada embestida fruto de los fluidos aportados en este envite que nos excitaba cada vez más. Tensaste tus muslos, arqueaste tu espalda, comenzaste a agitarte, casi convulsionaste mientras jadeabas como un animal en celo. Alargaste tu mano entre mis muslos y alcanzaste mis huevos. Los apretaste fuertemente mientras te retorcías de placer pidiéndome tu recompensa que llegó simultáneamente inundando tu interior con mi lechosa y viscosa esencia.
Caíste sobre mí, derrotada, recostando tu cabeza en mi pecho. Te abracé y sentimos nuestros corazones latiendo al unísono. Nos besamos y sin darnos cuenta, nos quedamos traspuestos después de tan lujuriosa batalla.
Ay Dios. Madre mía al siguente relato por favor avisad que tengo que poner en activo un venilador. ¡El verano ha llegado o ha sido solo calor pasajero!
ResponderEliminarEl verano no ha llegado todavía pero el calor nos ha invadido a todos. Gracias por leerme.
EliminarBuffff y leo esto en el trabajo... enhorabuena Rafa!!
ResponderEliminarGracias a tí por dedicarme unos minutos para leerme.
EliminarExpectante quedo por el siguiente encuentro.Enhorabuena Rafa García
ResponderEliminarGracias Cata.
Eliminardejas con ganas de otro relato...
ResponderEliminarLas ganas se alimentan de deseo y eso se calma con placer.
EliminarMuy excitante , fantástico
ResponderEliminarMuchas gracias Ana.
EliminarEl seguimiento es mutuo. Gracias.
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